miércoles, 22 de agosto de 2012

Apuntes sobre el fanatismo

Foto: http://www.latinamericanstudies.org/
Redaccion21 agosto, 2012

Por Alejandro López Flores/@alxdelfuturo

De qué nos asustamos: en tiempos de Calles y de Cárdenas, los cristeros se daban vuelo colgando y cortándole las orejas a los maestros rurales que se negaban a dejar escuelas y comunidades controladas por la insignia de Cristo Rey. A finales de los 50, cuando López Mateos aprobó –a instancias de Torres Bodet— la distribución gratuita de libros de texto y cuadernos de ejercicios elaborados por el Estado, la iglesia católica y sus membretes educativos pusieron el grito en el cielo, y ahí tienen a las monjitas de la época arrancando páginas y llenando ellas mismas los ejercicios, a fin de impedir que los escolapios contaminaran sus almas con tan impíos materiales (quiero imaginar que, como consecuencia de esa ardua tarea, la producción nacional de rompope cayó a simas drásticas). Hace una década, un secretario de Estado con vocación de obispo inició una extraña campaña de publicidad a favor de un escritor (ambos ya difuntos) al escandalizarse porque a una de sus hijas la habían puesto a leer, en clase de español, fragmentos de una novela considerada como impía por el político ultramontano. El episodio se saldó con el despido de la profesora de literatura. Y así por el estilo.



Por alguna razón indeterminada –qué más da: estoy divagando—, el fanatismo religioso ha encontrado en el perfil de la reacción en México un terreno fértil para reproducirse y ha embonado a la perfección con sus pretensiones por disputar al Estado el control de lo público, empezando por la enseñanza, aunque con grados diversos de barbarie: no es lo mismo arrancar orejas que arrancar páginas de libros. Lo que pasa ahora mismo en la Nueva Jerusalén, donde los integrantes de la secta religiosa dominante destruyeron una escuela hace unos meses y hoy mantienen en suspenso el inicio del ciclo lectivo –azuzados por un cacicazgo hiperortodoxo de tintes tricolores— se explica por efecto de la dependencia a ese patrón histórico, aunque no sólo: también tiene que ver la vergonzosa claudicación del Estado ante expresiones diversas del poder fáctico (y si no me creen pregúntenle a los Vargas), una de cuyas instancias más antiguas es el oscurantismo confesional.

Pobre país.

Ahora bien, tal vez Cioran tenga razón cuando afirma que el problema surge en el momento que una idea cualquiera pierde su virginidad originaria y contrae matrimonio con un individuo o una individua. La idea, “impura, transformada en creencia, se inserta en el tiempo, adopta figura de suceso: el paso de la lógica a la epilepsia se ha consumado… Así nacen las ideologías, las doctrinas y las farsas sangrientas” (“Genealogía del fanatismo”, en Breviario de la podredumbre, Madrid: Taurus, 1972). Y posiblemente sea cierto que los seres humanos somos medio idólatras por instinto, y que basta con que empiece a crecer nuestra glándula del entusiasmo, y que se apague la de la indiferencia, para que comencemos a denostar, agredir y hasta matar en nombre de Dios y de sus sucedáneos.

Si esto es así, no habría más que una diferencia formal y de grado –no de tipo— entre lo que pasa en la mencionada localidad michoacana y algunos otros fanatismos seculares y progresos, de los cuales, por supuesto, no hablaré ahora ni nunca (en parte porque me considero un fanático secular y progre, y en parte porque no me llevo muy bien con la imparcialidad).

Yo descreo, por lo demás, de ese relativismo que se nos presenta como la única alternativa viable a un mundo ontológicamente pleno de idealistas y fanáticos potenciales. ¿En verdad les gustaría vivir en una tiranía de la indiferencia, en la que todo dé lo mismo? ¿En verdad podríamos vivir en un universo privado de entusiasmo por las ideas, siendo que pertenecemos a una especia que –¡por Dios!— percibe contenidos semánticos hasta en las decisiones de un pulpo?

No: ni hablar: la mayoría de nosotr@s tenemos grabada una pequeña Nueva Jerusalén en el código genético, y para convivir en sociedad hemos de aprender a reprimir esos impulsos –como tantos otros— y proveernos de reglamentos, autoridades, policías y otro tipo de controles artificiales que nos ayuden a contener ese “monstruo incorruptible” (Cioran) que llevamos dentro, cuanto la autorrepresión no funcione. Otra cosa es cuando todas esas instituciones dejan de resultar eficaces en el cumplimiento de su función, pues ello es indicativo de que ha llegado el momento de cambiarlas. Por desgracia, a veces da la impresión de que esa batalla, aquí, la sigue ganando la indiferencia.

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